Goodbye Morfeo
- sandrabordag
- 29 jul 2023
- 3 Min. de lectura
Es sábado y son las 2:53 de la mañana. Me desperté a eso de la 1 y media y a pesar de hacer uso de todos los trucos disponibles, no volví a cerrar el ojo. Como dicen las tías, "para la muestra un botón": los días de sueño continuo son ahora parte del pasado.
Siempre fui una persona libre de problemas de sueño. Al contrario: hasta muy entrados mis 40, mi promedio de sueño era de entre 8 y 10 horas. Horas de sueño tranquilo, sin sobresaltos, seguido, lleno de descanso. Solo tuvieron que pasar semanas después de mi histerectomía para que empezara a entender que mi sueño había dejado de ser esa experiencia maravillosa con la que siempre conviví.
Primero empecé a despertar en la mitad de la noche gracias a los mundialmente famosos y coloquialmente conocidos "calores", tema que dejaré para otra entrada de este blog porque definitivamente merecen un espacio propio en esta conversación. Al comienzo, con algo de ingenuidad, pensaba que si no le ponía demasiado cuidado al insomnio, si trataba de estarme quieta, no prender el celular y usaba tácticas de control mental, podría volver a quedarme dormida. En ocasiones lo lograba pero la gran mayoría de las veces fracasaba en mi intento.
A eso súmenle la ansiedad que genera, si viven en pareja, correr el riesgo de despertar al otro mientras uno está dando vueltas en la cama pensando que el problema es que no ha podido encontrar la posición adecuada para poder volver a dormir. Primero intenté despertarme completamente e irme a otro lugar para no interrumpir el sueño de mi pareja, lo que obviamente tenía el efecto absolutamente contrario. Luego, traté múltiples veces mantenerme inmóvil y esperar. Las noches se convirtieron en una tortura.
Cuando por fin, a punta de cansancio, lograba dormir de nuevo, quedaban dos o tres horas para despertar e iniciar la mañana. Me despertaba absolutamente exhausta. El encierro de la pandemia combinado con la llegada de todos los cambios que trajo consigo el inicio de mi MenopausiA, resultaron en un deterioro ostensible de mi salud mental. Por primera vez en mi vida experimenté la ansiedad y desde ese momento y hasta ahora, no me abandona.
No encontré mejor forma para lidiar con esta nueva invitada ilustre que el regreso al cigarrillo para acompañar el café mañanero que me ayudaba en algo a terminar de despertar (empecé a fumar muy temprano en mi vida pero fume siempre con intermitencia y me consideré más bien una "fumadora social"). Y por supuesto, un Xanax de vez en cuando antes de dormir fue lo único que tuve a mi disposición para intentar un vano regreso a mi ya extinta normalidad.
Era un círculo vicioso imposible de romper: la falta de sueño y el cansancio sumados a mi nueva realidad física aumentaban mis niveles de ansiedad y la ansiedad hacía que cada vez me costara más trabajo conciliar el sueño. El Xanax y el cigarrillo eran los dispositivos que tenía a la mano para tratar de reforzar la barrera que separaba ese pequeño infierno que se estaba gestando adentro, de una apariencia externa de normalidad que debía mantener para que mi vida lograra seguir siendo funcional. A duras penas lo logré.
Siento que ese es el reto más difícil que nos impone esa etapa de la vida: mientras estamos pasando por todos estos cambios, debemos actuar y comportarnos como si no estuviera pasando absolutamente nada. El estoicismo femenino nos lleva a pensar que no hay razón para "armar escándalo", que lo que nos pasa "no es nada del otro mundo" y que hay que apechugar y salir a dar las batallas diarias. Además siempre hay cosas más importantes que atender, siempre los problemas de salud de los otros son más urgentes y preocupantes, lo de uno es finalmente una "fase" que es cuestión de esperar a que pase. Entre el estoicismo y la vergüenza (motivada porque por alguna razón estúpida pensamos que la MenopausiA es una degradación de nuestra condición de mujeres) optamos por el silencio. La procesión va por dentro.
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